La llamada

La fecha es 24 años.



La llamada

Indecisión. Nerviosismo. Incertidumbre.

Era incapaz de sentir nada, porque ya no le cabían más sentimientos en el alma. No entendía como era posible sentir lo que se arremolinaba en aquel momento bajo su piel. Había tanto barullo, tanto descontrol en sus pensamientos, al contrario de lo que había sido su sentir un par de años atrás, que sentía que podía explotar y deshacerse al mismo instante. Miles de palabras, cientos de imágenes, dos ojos y una voz era todo lo que dominaba su mente. Le resultaba tan agotador estar tirado en la cama de su pequeña habitación de residencia como recorrer los tejados del barrio colindante con la facultad.

Tanta, tantísima incertidumbre lo volvía loco, y tanto esperar le quitaba todas las energías al tiempo que alimentaba el fuego de la ira. Tenía mil razones para levantarse, descolgar el teléfono móvil y hacer la llamada de la que sabía pendía todo un futuro. Y al mismo tiempo, y tras mucho pensar, se dio cuenta de que tan sólo tenía una razón para no hacerlo. Pero esta única razón pesaba aún más que todas las que había a favor de demostrar algo de valentía y grandes dosis de locura, tan primordial e importante resultaba.

Se odiaba, además, por sentir nostalgia de aquel tiempo en que había estado enamorado de Shampoo. Era cierto que entonces todo resultaba mucho más fácil, que no había elección que necesitara ser pensada demasiado tiempo (exceptuando aquella sobre la libertad, aunque volvería a tomar la misma decisión) antes de llegar a la conclusión que siempre parecía ser la correcta. Entonces todo resultaba mucho más sencillo, sí, pero también mucho más falso, y esa era una buena razón para no volver a caer en los mismos errores, y una buena razón para justificar el odio que sentía hacia mismo por caer en el cálido abrazo de la nostalgia.

Al final, como sabía desde el principio, todo se reducía a las razones. Razones para hablar sinceridad o para preservar amistad. Razones para no darse más razones para levantarse y ser un poco más hombre de lo que había sido nunca, para aprender cosas que ningún arte marcial y ninguna herencia Nujiezu pudieran enseñarle jamás. Razones para mirar por todas las ventanas a las que se acerque de aquí a su muerte, deseando ver en cualquier lugar una figura conocida, los reflejos de un cabello rubio demasiado rizado como para conseguir un flequillo como dios manda, una mirada marrón tan llena de cicatrices y de personalidad que era como un foco que atravesaba tu piel e iluminaba directamente el alma, descubriendo con rapidez lo que se esconde tras las capas de elegancia u ostentación.

Le resultaba tan insufrible tanta duda sobre algo que todavía no era ni siquiera el prólogo de una historia, el preámbulo de un cuento que ni siquiera había empezado, que le resultaba imposible aguantarse a sí mismo. Preguntas que tenían difícil respuesta en soledad podrían ser respondidas si marcara un número de teléfono, si se armase de valor, cerrase la puerta de su habitación y abriese la de la suya, y hablase. Pero ya había aprendido cosas que entonces deseaba no haber aprendido nunca. Pero allí había estado, en esa conversación en la que se había sentido realmente apartado del mundo real, y lo que había tenido tan seguro como la palma de su mano, se resquebrajó en un momento de comprensión, en unas horas de atención, en una noche que al mismo tiempo sentía aciaga y afortunada.

Pasaron las horas, y la medianoche quedó atrás. Sus apuntes permanecían perfectamente ordenados y olvidados sobre la mesa, y él seguía amargamente tirado sobre la cama y todavía reacio a moverse. En la oscuridad total que inundaba su habitación, Mousse vio, más definido que en sus propios recuerdos, el rostro de esa chica que iba a acabar con su carrera antes incluso de que empezara. La observó tranquilo, durante largo rato, mientras se balanceaba dulcemente de un lado a otro frente a él. Entonces, en aquel bello rostro etéreo se dibujó esa sonrisa que había podido disfrutar, afortunado, alguna que otra vez.

Y sintió, por fin, que había descubierto algo inquebrantablemente cierto al pensar en ella. Y era que, cada vez que veía esa sonrisa en su rostro, cualquier cosa que le preocupara a él, cualquier tristeza que tiñese su alma, simplemente no importaba, porque la felicidad en aquel rostro le resultaba tan mágicamente balsámica que su corazón recuperaba el compás de sus latidos daba igual el desastre que hubiera ocurrido con anterioridad.

Eso era lo único que tenía seguro, lo único que podía afirmar sin temor a mentir, sin temor a equivocarse.

Su única decisión. Su única tranquilidad. Su única certidumbre.


Al capítulo anterior. O a una Vida en Momentos Congelados. O al capítulo siguiente.

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