La estrella

Bloqueo. Incapacidad. Pereza.

A veces, cuando los ataques de decepción no vienen solos, se hace necesaria una ruta de escape para encontrar una manera de maniobrar alrededor de los oscuros sentimientos que, tontamente, te hacen caer en un estado de deleznable inactividad. En mi caso, mirar al cielo una tarde de verano, acariciado por la brisa de una noche que casi ha llegado, puede ser suficiente.


Hay una estrella en mis atardeceres de Junio.

Cuando el cielo empieza a tornarse rojo con la sangre de todos nuestros pecados, cuando el camión de la basura empieza a hacer su ronda nocturna; entonces mi estrella se descubre a través de la claridad del día que se marchita.

No sé qué consigo observándola desaparecer cada tarde. El balcón de este edificio de ladrillo y cemento, de este horno en otro tiempo justificado, se convierte en mi propio observatorio, incluso cuando estoy acompañado. Y una calma extraña, casi como de otro mundo, se apodera de mi mente, y gentilmente, me lleva a disfrutar del inexorable pasar de esas horas muertas que conforman con horrible rutina la vida de un hombre cualquiera.

Y aún así, atenazado por la simpleza de una vida más, observo el lento fluir de un movimiento violento por dentro y tranquilo por fuera; como si de una metáfora de mi fuero interno se tratara. Y de vez en cuando mí vista, cansada de las alturas y las diabluras imposibles a las que la someten, se precipita en picado hasta el asfalto que, quemando, tortura a los habitantes de una ciudad que, más que un hogar, parece un panal a punto de explotar.

Sus habitantes tropiezan y se enredan con los recuerdos y los fantasmas que intentarán olvidar, y fracasarán. Orgullos y sueños, y voluntad y honor guían a aquellos que algún día levantarán los edificios desde donde observen otros como yo. Lo cierto es que el resto tratan por todos los medios no dejar que ellos tengan éxito. Y la ciudad, desde dentro y hasta el último abuelo, lucha consigo misma por encontrar el equilibrio que le permita continuar con su vida, a ser posible, sin mucho esperpento y con los oídos y los ojos cerrados a casi todo lo nuevo.

Pero al final, la vista se despega y de nuevo remonta el vuelo hasta que alcanza otra vez el techo de terciopelo al que agarrarse como una libélula en pleno invierno. Los sentimientos se arremolinan al buscar mi estrella y no encontrar sino luces difuminadas y horas perdidas. Una vieja herida supura inseguridad y la mente se quiebra, se rompe.

De repente, ¡iluminación! Las nubes revelan el tesoro escondido y dichosos sean los ojos. Encontrado de nuevo el fulgor lechoso de mi estrella querida, le prometo con un grito silencioso que nunca más la dejaré en medio de este lío tenebroso de amores y odios. ¿Acaso habrá alguna vez sentimiento terrenal que pueda compararse con la lealtad estelar con la que el astro me suple gratuitamente y sin fin? La respuesta es tan clara que duele pensar en la finitud de todo el asunto mortal.

Hay, sin embargo, un escozor en mi lealtad desmedida al objeto estelar. Hay, sin nombre pero con cuerpo, el ligero presentimiento de una ruptura futura con mi estrella. Hay, en definitiva, la impresión del grave momento, aún incierto, cuando traicione de un solo movimiento al amor universal que me ha levantado tantas veces al caer en solitario.

Y es que, a pesar de todo, esa estrella de Junio, que se mueve y desaparece tras los edificios de cemento, que no estrella sino planeta en el firmamento, esa estrella de mis días y mis noches, nunca será mía.

Nunca podré traerla a este presente intransigente, y siempre habré de conformarme con observar su versión pasada y la luz que escapaba de ella cuando yo aún dormía. Nunca podré bañarme en su calor infinito, abrazar con cariño cada una de sus átomos al rojo vivo y que un viento caluroso proveniente de sus adentros seque mi cabello de recién duchado.

Y nunca, aunque los genios intercedan, podré escuchar ni una de sus palabras, pues no llegan a mí desde allí donde habita, en la oscuridad infinita, ni entiendo si quiera el idioma tan antiguo de las luces del manto de terciopelo.

Y por todo ello me alegro cuando el alma me regresa al cuerpo, y ya de nuevo pegado al suelo, sonrío, no sin cierto trabajo, al ver que las nubes que vienen desde abajo encapotan y cubren el cielo, y me ayudan a olvidar el tesoro que no me pertenece y que cuelga, con amor y misterio, de la bóveda celeste.

Y cuando empieza la lluvia, tan sólo pienso en esa borrasca que, contra la ventana, se afana y trabaja con la esperanza, ¡quién sabe!, de encontrar al fin su por qué, y volver a ser la flor ante las tormentas, y no dejar…

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